se arrinconan en los pétalos.
Quieren ternura.
Mis manos protagonizan algo.
Lo que me toca hacer
en el centro
de esta habitación
es armar figuras
con mi cuerpo,
ni una flor tengo cerca
y la primera exigencia
que me imponen es:
imaginarme arrodillada en un bosque,
entablando un diálogo
con fragancias milenarias
de sapos secos
y ramas recién caídas.
Cuánta viveza
en sus indicaciones.
Es un club de artistas:
se hacen llamar perspicaces,
Esos artistas perdidos
de ojos desordenados
de ojos desordenados
a los que hay que escuchar
sino se enojan,
sino se enojan,
que se envalentonan
por las lamidas
de uno o dos amigos
y dan órdenes
hasta estrujar
la obediencia,
sacarla del olvido
y volverla
un síntoma
posible.
Nadie sabe retratarme,
Nadie se esmera
en esta súbita
conquista
colectiva
del pincel.
Yo no elijo el color
ni sugiero la controversia,
esa no es mi potestad,
Yo estoy aquí y poso,
esa sí que es mi prioridad,
Yo me enciendo
en un silencio sexual jamás ofrecido,
Dispongo mi diamante erizado,
Imparto mi desnudez
como una lección
que nunca será entendida
por nadie,
y hago que sueñen,
hago que sueñen
con lo más recóndito
de mi piel,
En el centro de esta habitación
yo los miro fijo como odiando
mi nido de musa eventual
y porque nunca encontré otra manera de mirar que no sea intimidando,
Intento inspirarlos a ellos
los de este club de pintores perspicaces,
que exhalarán
al fin de esta tarde
un resultado grisáceo
que definitivamente
los angustiará,
porque
la del retrato
no seré yo,
y yo de ningún modo
me permito sentir
culpa por un desvarío
que no provoqué,
yo soy tan servicial
que hasta ayudo a pensar
a cuánto vender el cuadro
aunque la obra no tenga nada,
nada de mí.
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